miércoles, 8 de febrero de 2012

MINAS DE LEJANÍAS



Una vez la conocí, era un tatuaje  tallado sobre una lámina de caoba, cuidaba su silencio, su discreción vigilaba los movimientos de las sombras, los sonidos de las brisas, los hilos de mi voz.

A precios de joyas alguna soto sonrisa se escapaba a veces en un segundo de suficiencia, de poder, de belleza en sus líneas de mujer celebrante de los estrenos de su adolescencia.

Las urgencias de sus pasos iban poniendo distancias, las urgencias de mis pasos la perseguían por aceras, caminos y calles hasta los descansos de las estadías de la escuela.

Alguna vez la escuché pronunciar las palabras del ardor del rechazo, del fuego contrario, del oscuro sin esperas de lumbres tardías, eran los ecos de los sonidos opuestos a mis caminos.

La distancia no dejaban luces ni corrientes para tender los puentes, mis ruegos y fantasías no lograban sintonizar los tonos de sus oídos, captar las armonías de las vibraciones de sus feromonas ni la radiación de sus ojos.

Todos los espejos siguieron colocados ajenos y opuestos a las voluntades de mis imaginaciones, de mis sueños y complacencias, de mis alertas y pasiones, de los ardores de mis intimidades.

Las letras de mi nombre no hallaron espacios entre sus libros de la escuela, entre las rayas de corazones dibujados sobre las líneas de sus cuadernos, no acertaron a dibujarse en la gracia y las alas de las mariposas de pubertad.

Las palabras del poema de este bardo clamando entre versos y notas de guitarra, no fueron inscritas en sus pensamientos, en sus noches de desvelos, en sus murmullos musicalizados, ni en el tambor estallante de sus oídos cuando su primavera florecía.

Sólo húmedos humores de mis manos y toda mi piel, de mi boca y mis ojos, de los centros alados de mis hormonales deseos pronunciaban con semental desespero tu nombre, mientras buscaba escuchar el mío tras una de sus miradas, uno de sus gestos para acomodar un riso de sus cabellos, en el brillo de sus labios y de sus ojos.

Pasaron y volvieron tantas veces la estaciones, los potreros florecieron en los manteles de los campos de azúcar y cañas, fueron y volvieron tardes lluviosas, mojaron tantas veces sus cabellos, blusa, falda y cuadernos, yo no alcancé para probar en su cuello la mezclada de agua, sudor y lágrimas.

Una mañana de domingo llegué hasta el portal de su calle sin más sucesos que el adiós muerto y frío de los hielos de una palabra congelada. Otra muerte, otra herida, otra vez la sangre enrojecía el dolor de la batalla sin honores ni trofeos.

Otras estaciones, otros temporales, otras distancias multiplicaron la brecha profunda de los abismos insondables, de las oscuridades expandidas de la noche de mis esperanzas, doblegadas las rodillas del toro desbastado.

Repartidos los jirones de mi corrida, desvanecido el aliento, una noche de versos y vinos, de brillos y rayos musicales, brotaron mis alientos, retumbaron los tambores de la madrugada, el sol de mi mañana apareció entre mis sueños. 


Rasgose la carne detenida, brotaron las primaveras acumuladas y juntas todas las estaciones de los años, destapáronse las curtiembres enmohecidas y se escribieron las palabras de los amores sin final, los amores de las zafras preñadas, de los pendones florecidos entre los jadeos de las brisas, los días encendidos del amor invicto y sin final.


Tres botones abiertos culminaron el prado de nuestra siembra, tres trofeos servidos por el cielo mismo bajaron en calesa de triunfadores 
decorados con los laureles de mis gritos de guerra, rendido a sus pies se impusieron a su vientre los arqueros divinos de mis razones y el amor.

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