Una
vez, otra vez, o media vez, bastó para mirarme en unos ojos que me inundaron de
rayos sin olvidos, paridos de colores y luces en llamas, punzaron mis
lascivias, quebrantáronse los tonos de mi voz, ardieron mis corrientes,
latieron las glándulas, tensaron los músculos de mi pecho y estallaron bajo mi
túnica los principios del universo.
Era tierna la turgencia
de su piel como de vívora adolescente, su voz vibraba en tono alto de
cuerda doble al compás de mis deseos, sin obediencias sus cabellos jugaban al
antojo de sus manos y gestos de mujer en flor, yo olía el perfume de sus ardores
de doncella iluminada por el sol de los caminos sudorosos de sus feromonas
derramadas, vivas, determinadas a enloquecer mis pasiones.
Sus manos tomadas al
pincel de la Monalisa, cinco astas de falanges descansados, pálidos y
plásticos, tornaron su transparencia contra mi piel de noche encendida al
oscuro de sus cabellos dormidos sobre el contraste blando del lino extendido
bajo el tibio de nuestros cuerpos. Era su silueta el dibujo mismo de lo
perfecto en la mujer que ama sin temor y serpentea de placer, sin final
previsto, sin relojes, dolor ni cansancios de la carne.
Fueron mis manos los
cuchillos del morbo adelantado, saetas de remate afiladas sobre las líneas de
su cuello, sus senos como peras maduras, sus costados de líneas contadas, el
fin circular, gemelo y danzante de su espalda, erguida sobre unos muslos
encarnados en razones lascivas de mi libido hirviendo al calor del fuego de mis
hormonas en avalanchas.
Desbordáronse entonces
las letras de lo cierto, de lo bello, de mis esperanzas, también afloraban las
distancias de las urgencias contra mis conmociones. Los vientos fríos se
tensaban entre los nudos, atajos rápidos de los días. Las lecciones de
sus libros terminaban en giros apresurados opuestos al diccionario de mis
pensamientos cargados de pausas y meditaciones. Su razones eran la razón de la
verdad, de la aritmética cierta.
Mas, su distancia y su tiempo
no llegan hasta mi olvido, Sus recuerdos, sus risas, su vientre y las
confesiones al rojo de sus placeres advertidos, satisfechos contra la soledad
misma o saciados sin límites ni reboses del moral de los evangelios ni sutras
de El Corán. Habremos escrito nuestras propios versos divinos, nuestras propias
cláusulas del amor, imborrables, sin renuncias ni resignación.
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