Jijó y Gracia fueron vecinos de mi casa durante toda mi infancia recordada. En esta villa municipal formada por allegados labriegos rurales que buscaban sacar sus familias "mas para lo claro", ser de la capital era un rango apreciable, Jijó, contra los calurosos días en su costumbre se las pasaba sin camisa desde el amanecer y cuando alguna contra-palabra lo demandaba, se engolaba para resaltar diciendo, "yo soy de San Carlos". Jijó curaba, afilaba y alistaba espuelas naturales que solían denominarse "zapatones", utilizadas para armar gallos de pelea. Era este un oficio muy especializado, practicado en algunos pueblos y ciudades del país de modo excepcional por escasísimo número de especialistas en artes del gallerismo. Sin embargo no era gran negocio porque dilataban las ocasiones de tratar desafíos entre gallos armados que se presentaban en la gallera municipal y nunca en las rurales por cuanto existían pocos galleros que podían pagarse el lujo de cargar sus gallos con zapatones y aun más difícil era alcanzar a emparejar y casar peleas entre los galleros apostadores que los poseyeran. A veces era más una galantería presentarse con un gallo de armar en la gallera que la intención de trabar peleas. Siendo que el negocio de curar espuelas sólo propiciaba entradas muy esporádicas, Jijó ejercía a diario de zapatero de remiendos, fundamentalmente resolvía apuntillando suelas y media suelas. Toda entrada primera del día, para Jijó cumplía religiosamente la compra de una tercia de ron. Su temprano enjuague alcohólico siempre adelantaba al café que luego le acompañaría también durante todo el santo día. Jijó y Gracia compartían un hogar armado en una pieza de dos espacios muy estrechos. Uno ocupaba el aposento. en el delantero coexistían un par de sillas con asientos reparados en madera. El hijo mayor de la casa, -llegaron a ser seis-, y yo compartíamos entre patios y callejones, desde el amanecer hasta el anochecer, incluso la ida, el recreo y el regreso desde la escuela. Gracia lavaba, planchaba, colaba y vendía café pero sobretodo, cuidaba de que los muchachos fueran a la escuela. Jijó era malhablado, peor asociado y cuando tronaba su verbo de centellas contra Gracia o los muchachos, todos temblaban, yo corría, pero la madre era inteligentemente humilde y sumisa, sabía calmarlo con solo subir su más alto silencio. Siempre lo lograba aunque el tufo de los tragos ya hubiera alcanzado mayor profundidad. Solo Dios sabe como el comportamiento de los seis hijos procreados entre Jijó y Gracia, que nunca fueron repartidos ni llevados a criar junto a otra familia, pasaron a ser todos maestros y profesionales académicos, modelos de familia como si hubieran lledado a ser hijos de monarcas.
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