miércoles, 17 de enero de 2018

CLARALUZ (LA GRINGA)

Don Benhamin Saint Pletown, dominicano, es hijodescendiente de obreros contratados y traidos desde las Antillas Menores por la industria azucarera establecida en la región oriental de la República Dominicana.

Adquirió de los mulatos dominicanos el acendrado complejo de despreciar en forma de fobia patológica, el menosprecio a aceptar sus orígenes haitianos al tiempo que a los mismos nacionales haitianos que llegaban durante todo el año a incorporarse a las tareas peor remuneradas, como ha sido siempre, el corte, recolección y transporte de la caña.

Buscando alejarse cuanto pudiera de la marca africana que significaba su piel de morigerado color pardo obscuro, decidió lanzarse tras la conquista de una joven prostituta de origen cibaeño, propiamente de Canca la Reina, uno de esos santuarios dominicanos ubicados en las faldas de la Cordillera Septentrional, donde reside una etnia de orígenes canarios, casi intocado por el muletaje sincrético, español-africano-taino, que caracteriza la gran dominicanidad racial.

Una de las niñas nacidas de la unión marital entre el mulato Benhamin y su perlada joya recién adultada, fue bautizada como Claraluz a quien, dada su apariencia marcada como niña que "parecía gringa", de inmediato fue apodada "La Gringa", creció aprendiendo el miedo a todo lo que de modo alguno fuera asociado a alguna labrantía que implicara las manos de algún africo-haitiano.

Así fue como desde sus primeros años sufrió un proceso de aguda desnutrición, dada la rotunda patología obsesiva que la hacía vomitar todo alimento que de algún modo se enterara ella que pudo haber pasado por manos haitianas. Lo primero que aprendió a rechazar a pena de síncope si llegaba a enterarse que algún alimento lo contubiera, fue el azúcar parda de la que muy temprano se enteraría que procedía de la caña de azúcar que cultivan, cortan, recogen, transportan, muele y se produce valiendo la mano haitiana.

Como, a modo de juego, fue aprendiendo a rechazar los tubérculos, el café, el chocolate, el arroz, los aguacates, los huevos y pollos de granjas, la carne de cerdos de granjas, la salsa de tomates, los melones, las bangañas, los plátanos y sobre todo los alimentos expendidos a cielo abierto   través de todo el territorio nacional. Su dieta regular, bajo advertencias y promesas, muchas veces mentidas, se componía de frutos criados o cultivados en el propio patio de su casa.

Bajo este manto de asfixiante traumatismo le llegó la adolescencia y era noticia en su escuela que su excentricismo la mantenía muy aislada a pesar del comprometido gasto que asumia su familia pagando para su educación un colegio de niveles económicos bastante distanciados de su familiar tradición propia de la clase media baja a la que pertenecía su familia. Ningún muchacho con rasgos morenos que pudiera asociarse al origen haitiano, era parte de su círculo de cercanías.

Pronto le picó el gusanito que contagia actividad hormonal de la adolescencia. Su padre, consciente de que el asunto no parecía nada sano, decidió contratar una experimentada profesional de la psicología medico-neuro-social, especialidad en boga desde hace solo un lustro. El rompecabezas no hizo esperar el anochecer para desatarse en estallido. 

A medida que su ciclos terapéuticos avanzaban, la adolescente se enteraba, cada vez de modo más explícito, que el compromiso de la participación de las manos de la obrería haitiana en su país, comprometía los alimentos y fertilizantes con los que se cultivaban y crecían sus frutos y gallinas en pleno patio de su propia casa del mismo modo que sus vestidos exteriores e interiores, y calzados, habían sido confeccionados a manos de obreras haitianas.

El listado incluía sus cosméticos, frutos y alimentos enlatados. Su gravedad, a titulo de pánico incontrolable explotó cuando se enteró de que el agua con la que se duchaba, bajaba de unos charcos ubicados entre montañas en los que suelen bañarse todo el día recuas y montadores, todos labradores haitianos dedicados a hacer producir las cordilleras y vallles.

A la Doctora en Psicología contratada tentadora de una docena de títulos, sumados estos, a  medio siglo de prácticas sociales profesionales y académicas, contratada a costos casi impagables por el desesperado padre, esa tarde, abultó los buches y tras un resuello como de  bálbula de caldera, se le oyó decir: tiro la toalla y descuelgo todos estos papeles, me rindo.

El asunto no terminó allí, la brillante y reconocidísima profesional, investigadora certificada del Professional Board Psicology of Asian-America-Europe, quien habría llegado de sus ultimos entrenamientos practicados en Swatzilandia, Africa del Sur, terminó refiriendo su paciente al Lòd Sipwèm Nan Geri Mantal. Muy poco fue logrado en favor de sus traumatismos.

La niña, superó su adultez, sotera aun, no ha logrado hallar aun un mozo dominicano que no le huela a haitiano, aunque la llevan de vacaciones donde sus abuelos de Canca la Reina, resulta que allí ya todos los mozuelos se han matizado como mandó Dios y todos traen el hatiano en sus medidas corporales.

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