Pánfila, una mulata de cuerpo, vestía vistosa falda, ajustada a lo moderno, colaboradora habitual para los aprestos propios de las atenciones a los visitantes y dolientes desde los respiros finales de un falleciente hasta la última taza de café servida luego de la Hora-Santa al cierre de los Nueve Días. Fué gritadora de rumios y jimiqueos varios pasos antes de ingresar a la puerta del velatorio y gritos de ataque mayor al momento de cruzar la puerta. Caía en violentas pataletas que precisaban de varios hombres bien comidos para dominar su equilibrio. A media hora de la muerte de la muy respetada Doña Rosa Benito, altamente sentida en el pueblo por todo el mundo, Pánfila revoloteó por toda la sala hasta quedar en trance y despatillada con la falda a menos de media pierna. El rezador ordenó con poder que estuviera tranquila mientras la santiguaba al oído con rezos entonados muy bajo. Suavemente le recompuso la posición de brazos, piernas y falda. Tras la retirada solemne del rezador al frente del altar, Pánfila se icorporó y se dirigió al segundo aposento. Pasados unos minutos regresó peinada y recogida. Muy entrada la noche, en el patio, los familiares y allegados correspondíamos el rito de los cuentos de los mortuorios de pueblo. El rezador seguía cumpliendo la moderación del acompañamiento con las habituales exageraciones, embustes y fantasías espirituales validadas para mitigar el sueño y la fatiga, porque jamás ha de dejarse amanecer solo al muerto. Cuando ya el grupo del patio se redujo a un yerno del rezador, dos monaguillos, -entre ellos, un hijo del rezador-, le recordamos que ya envejecía y era de justicia que nos confiara su ensalmo tan eficaz. Nos hizo jurar por todos los santos que no violaríamos el misterio. Nos contó las palabras santas pronunciadas esa tarde: "Cierra las patas que se te rompieron las pantaletas y se te ve hasta la madre..".
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