A la mañana temprana el talabartero Liquito exhibía su pecho velloso y vientre de cuadros, sus brazos y manos eran puros cables de acero, entrelazados y tensos durante todo el claro día a fuerza de café retinto y tabaco, Su lucha instrumental se apoyaba en un compás de acero negro templado, con dos puntas, lezna, chaveta, piedra de amolar y correa de afilamiento, máquina de coser suela, caballete, agujas de mano y media luna. Construir una silla de montar completa, es una tarea para hombres dotados con carácter y voluntades de doble calibre. Liquito exedía, -lo juro por todos los santos del altar de mi madre-, esas prestaciones exigidas. Ninguno de los instrumentos del taller del talabartero exhiben inocencia alguna, todos son considerados peligrosos, para uso restringido a profesionales. Me obsesionaba tocarlos. Yo vivía en la casa de al lado de Liquito y Juana, ellos y sus cuatro hijos, templado cada uno al ritmo del trabajo de su padre, me trataban como hijo menor de la casa, bastante consentido tanto por los muchachos como por sus padres, sin embargo, el área del taller me fue vedada absolutamente, con fuerza de religión. Liquito pretendió siempre reivindicarse ante mi regalándome carreteles de madera en los que llegaba enrollado el hilo de coser suela, muy propios para rodar carritos pero Liquito no sabe que todavía me duele no haberme permitido correr los peligros de jugar con la lezna, la chaveta, la media luna, el compás de acero y las agujas grandes.
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