jueves, 28 de marzo de 2019

"¿POR QUÉ ESCRIBIR SONETOS HOY?" (Comentarios a Juan Freddy Armando)



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Después de tantas y tantas centurias de sonetos, ¿seguimos escribiéndolos, o es una antigualla a la que debemos renunciar?

  Pues no obstante que desde los siglos XVIII y XIX el verso blanco y el libre se popularizaran, y luego desde mediados del XX casi se adueñaran de la poesía, el soneto les ha sobrevivido como el principal baluarte del ritmo, la musicalidad, la síntesis y de la pieza perfecta con que sueña el bardo.
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Obviamente, es válido y valioso escribir sonetos. Claro, si se tiene, como León David, el talento y laboriosidad que exige ese trabajo de orfebrería y arte, de técnica e inspiración.


VIRTUDES FORMALES
La primera virtud formal que tiene es la perfección de su estructura. Noción que nos viene dada por la coherencia y armonía que hace a toda auténtica obra de arte.

 De ahí que cuando armamos algo que luce imperecedero, estable, bien concatenado sin aparentes irregularidades, bien calculado, con absoluta percepción de orden, habremos logrado un auténtico producto de la imaginación humana, debido a que sólo el ser humano en su imaginario ha podido crear algo de factura coherente, armónica y fija, en una especie de corte transversal del fluir en el devenir de la existencia.


Esta es la razón que logra hacer que lo eterno, lo perfecto, lo coherente, sean una invención de la fantasía del hombre, arte típico de nuestra especie, valor agregado que le aportamos al cosmos. Y es que casi siempre nos emocionarnos más con un atardecer inventado por el artista que ese real que miramos esta tarde por la ventana, que es pasajero, ya que este de repente puede dañarlo una tormenta o una nube que se robe el oro del sol y el rojo del crepúsculo, absorbido por la noche.

La coherencia y armonía en estos textos se expresa en diversas formas. Una de ellas es que ha logrado el poeta mantener en cincuenta ocasiones el exacto verso endecasílabo, acierto logrado al escoger esta medida que parece ser la ideal para acomodar al oído humano, puesto que una revisión de canciones, romanceros, décimas, muestra que el verso de 11 sílabas –endecasílabo- es el más plástico, por ser, junto al octosílabo, el que mejor asienta al oído humano en al ritmo de las tonalidades en las que se expresa la lengua castellana. 
Precisamente, el maestro Pedro Henríquez Ureña ha escrito un excelente estudio sobre esta forma poética de origen italiano.

Asi mismo, el endecasílabo es el ideal para el tratamiento sereno, y por momentos irónico y sin miedo, que el autor da al tema de la muerte. No es tan corto como los metros de arte menor, que suelen prestarse más para temas sutiles, románticos. No es tan largo como el alejandrino de 14 sílabas y otras medidas extensas, que de no ser en manos muy maestras -como las de Darío, quien llegó hasta el heptadecasílabo, podrían tornarse sonoramente pesadas y desagradables.



Armonía y coherencia están presentes en la elaboración de los cuartetos y tercetos.

Otro elemento formal es que casi nunca emplea el corte de la oración en su sujeto y complemento, quebrando la composición para forzar metro. Es un recurso en que el poeta se ve o finge verse en la obligación de fragmentar el concepto comunicacional, a veces,  hasta cortar alguna palabra.


Casi en toda la obra, se ha mantenido la fluidez de la oración, exactitud de los hemistiquios, así el efecto sonoro completa su armonía, pues conduce al lector a la sublimación poética con mayor emoción ya que el ritmo musical destaca su eufonía.
Veamos una tercera característica formal.  Uno de los principales logros de los sonetos de León David es que están hechos por el librito clásico, lo cual es una virtud de su rigurosidad retórica. Son tan exactos en ese sentido que si  los grandes sonetistas –Petrarca, Lope, Quevedo, Góngora, Shakespeare, Hugo- hicieran una fantástica visita al estudio de León David, lo felicitarían diciéndole: “!Estos sonetos son perfectos!”. Porque el autor ha sido meticuloso en alcanzar a plenitud las exigencias metódicas del género en sus detalles técnicos más menudos. Esa virtud por conseguir dominar plenamente la elegante fórmula que agrada tanto al oído y ojo acostumbrados al soneto.

León David es un maestro del clásico soneto, por su ritmo y rima precisos y pertinentes, por esa acentuación grave en el segundo hemistiquio, cara a esta hermosa lengua que nos regalara España.

EL HUMANO ES TRISTE COMO SU ARTE
Nuestro poeta ha escogido el tema por excelencia. Muy visitado por él en sus libros anteriores, fijación que anda por buena parte de su producción, unas veces como el fantasma del otro León David, que al transformarse perennemente muere y nace, se transparenta, escapa y marcha a su lado como invisible sombra, o enigma filosófico y social de su ser.



LA CONCIENCIA DE LA MUERTE, LA AMANSA.
En este libro, León David ha hecho algo extraordinario en su tratamiento de la muerte. La ha convertido en una esfera en torno a la cual él ha girado para observarla desde los más diversos enfoques. He aquí la virtud creativa de estos textos. El poeta se ha diferenciado,  está consciente de que hay que aceptar su llegada. Luego busca la manera de entenderse con ella, de hacerla menos cruel, de autoanestesiarse para que duela menos. Y para ello usa diversos instrumentos.

¿De qué modo consigue León David que la muerte venga callada, sutil, dulce y sin heridas?
ANATOMÍA DE LA MUERTE, SONETO A SONETO.
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En el primero, tercero, cuarto, octavo y veintiocho, la muerte es vencida por el canto poético y la imaginación, que el poeta cree eternos, pues aunque muera el autor, quedará la canción.

David explica: -soneto I- “nada puede el olvido contra una voz alada y no hay tumba que encierre al sueño en eclosión”.

 En el dos, el cinco, seis y nueve, el mundo es un engaño de los sentidos, con poca razón de ser, aunque también un viaje placentero, y por tanto no se pierde mucho al salir de esta falaz dimensión, pues, –ver el sexto-, el poeta aparenta a propósito no saber quién es “ni el por qué de esta extraña travesía hacia el espeso fondo de mí mismo”. Y es así, ya que tanto la vida como la muerte son pretenciosos conceptos inventados por la conciencia del hombre, alimentada por los sentidos.

En el siete, vemos de otra manera la levedad del ser, la fugacidad de la vida, esa percepción de frágil existencia, de simple hoja que el viento del otoño vital arrastra hacia lo ignoto.

En los números diez, once, trece, treinta y cuarentiseis, se juega alternativamente con la vida y la muerte como enigmas.
ERROR DE LA ACADEMIA DE LA LENGUA

Si las dos, -vida y muerte-, son enigmas, ¿acaso hay alguna diferencia que nos permita escoger a cuál amar y de cuál huir?

Pero, si bien ambas no se curan, el poeta encuentra qué ofrecerse y ofrecernos para calmar el dolor que producen –ver el trece- porque la tarde que “Fuera de mí no está: está en mi pecho y en mi sangre feraz se precipita”, así como la noche, la biblioteca, la lluvia, el agua, son ungüentos para amansar la espera de la inevitable parca, recostándonos en ellas para olvidarla.

En el doce, el amor y la muerte se fueron al campo un día, y se envolvieron los dos y fuimos felices, aunque fuera solo por unos instantes.

En el catorce, la fantasía es el viaje, el olvido de la vida y la muerte que ella incluye. No hace directamente este planteamiento, pero lo insinúa contextualmente.

En el quince, los minerales son nuestro destino, la química inorgánica, que viene a reclamar sus metales, gases, líquidos apresados en la vida.

En el dieciseis, la alegría de vivir es la mejor burla y olvido de la muerte, y es lo que hace este soneto.

En el diecisiete, el poeta se complace en esperar la muerte en su alcoba, con tanto placer “que el ayer, el mañana y el ahora son perfumes de luz que se respira en el leve silencio de la nube” se alegra en desalmarse (quitarse el alma), y no es dolor su agonía, sino una dichosa extrañación de nosotros mismos arrastrados por los sutiles detalles cotidianos de ese último sueño.

Lo mismo en el veintiseis, por vía de lo eterno nos salvamos de la muerte con la muerte misma.

En el dieciocho, apropiarse de la belleza, amarrarse a ella en un desesperado esfuerzo por no irse, puede significar un placer tal que la muerte se amanse.
El diecinueve es un exquisito texto en el que vemos que la muerte es algo que llevamos dentro, sin que nos preocupemos de que un día salga y nos abrace. Con preguntas, el autor la busca en todos lados. El veinticuatro aborda el mismo tema, pero a través de la bipolaridad atesorada por el poeta que se duplica: el otro y el mismo.

El veinte, excelente pieza en que con palabras y enfoques tristes nuestro bardo logra la magia de presentarnos la muerte como una fiesta amenizada por una tétrica y dulce canción.

La misma línea sigue el veinticinco, que es un homenaje a la palabra como fuente de vida, aunque sea amarga.

En el veintiuno se presenta el vate filósofo, que nos habla a través de Platón y su cueva llena de conceptos, de esencias, de verdades, de las cuales la vida es sombra. De modo que aquí lo inútil, lo absurdo es el vivir, cursi y fugaz reflejo de las maravillas de la muerte.

Los sonetos veintidós y veintitrés muestran la poesía como escudo para enfrentar a la malevolencia, y nos brindan un verso como luz de bien y bondad, y nos hace saltar de las vulgaridades de la carne a las sublimaciones del espíritu.

Línea semejante lleva el veinticinco, excelente homenaje a la palabra en la que acude a su mágico efecto estrenado por el génesis en que con ella se ordena a las cosas que existan: “!Oh palabra que crea cuanto toca!”.

En la próxima entrega, continuaremos el vuelo rasante por el libro, deteniéndonos en cada texto e identificando su enfoque sobre la parca.




En el maravilloso soneto 27, la conciencia del paso del tiempo angustia al poeta, lo arrastra al dolor de pensar en lo inevitable de la muerte. Es excelente pieza, y la más triste del libro.

El 29 tiene también dolor, en este caso con la melancolía y el sentimiento trágico de la vida unamuniano de los románticos y existencialistas.
Volvemos al soneto 30, vuelve a deleitarnos en su originalidad temática donde no enfoca a la lluvia como acostumbran hacer los poetas, que la ven tierna, nostálgica, tersa. León David la observa como frenética espada que hiere, destruye, acosa, “la lluvia que me muerde y que me araña, engendro de impiedad, feroz arpía”. 
Este soneto hace contraste con esa joya verbal que es el 50, donde la muerte producida por el agua -que el poeta sabe que materialmente de ella venimos  - es vista como un dulce nacer “a la caricia tibia de la ola”.
El 31y 32 son, al igual que el 33, disfrute de soledad, excelso placer de lo mortal, y vuelta a la niñez, respectivamente.

Solipsismo cartesiano dulce y poético es el 34. Humor sarcástico y gracioso el 35, apología de virtudes interiores el 39, alegría de la vida el 41, dolor de la duda el 43. Es el 44 en donde el poeta hace como si fuese otro y sonríe al ver a su corazón enfermar, ruborizarse, temblar, y a pesar de entender que lentamente perece, lo hace “con voz de río” no obstante saber que va camino a morir en el mar, “aunque apesadumbrado siempre canta”.
Estimo que estos ejemplos bastan para hacerse la idea del país conceptual que es este libro, y en mi condición de guía turístico verbal, debo dejar una parte a Ud., lector paciene, que como viajeros lectorales la descubran y disfruten.
Mientras, les diré que al terminar de leer estos 50 sonetos, habremos disfrutado de la muerte, en vez de dolernos por ella.
León David nos lleva a verla como parte indispensable de la vida, destino consignado del que no podemos escapar, por tanto estamos en la obligación de llevarla en la maleta, para no sufrir la sorpresa sino disfrutar la inevitable salida. La muerte es la sal de la tierra, habría de decir Jesús. Le da sabor, poesía y encanto, motivos para luchar por conservar el hálito vital.
La parca en León David –en su momento más feliz- se acerca a la idea de que la felicidad consiste en morir de instante en instante, tener sucesivos raptos de la conciencia hacia el país de la felicidad.
OLVIDANDO LA VIDA VENCEMOS LA MUERTE
Nuestro poeta aprovecha uno o dos sonetos para signarno su arte poética, -los bellísimos 35 y 47- visión del acto de crear a través de la palabra, así como también su idea de la muerte. 

En vez de temer que la muerte lo mate, es él quien la mata. De paso, hace lo mismo con esa forma falsa de hacer arte literario de algunas plumas creídas de que solo es arte lo que huele a moderno, cuando en realidad la obra verdadera viene de crear la eternidad de los imperecederos clásicos.

Es admirable la variada forma en que León metaforiza a la muerte. La transfigura en noche, con su abrigo infinito y transparente. Sin oscuridad tétrica, temerosa, amenazante,  el abrigo que nos aleja del mundanal ruido del vivir. 
Nos transporta a la manera de rauda de la saeta que la trae aguda y suave, leve y breve.

La vuelve metáfora del atardecer en que siempre era el crepúsculo. También León alude al pesaroso tropo de muerte dolorosa que se prolonga mucho, con esa desesperación de la que ni El Divino Rabí de Galilea, se escapara (Lo más doloroso de la muerte es la conciencia de lo que se acerca, su amenaza. Su lentitud. Por eso imaginarla es tan terrible). 

¿CÓMO AMANSAR LA MUERTE?

Según él, la más efectiva y recomendable forma de amansar ¨La Separadora¨ es la conciencia de que no es tan temible, ni es la vida tan querible como suponemos; que el vivir está lleno de sufrimientos, falencias, engaños, trampas, dolorosas inseguridades.  
Nos enseña que la parca no es la funesta con la que amedrentan las religiones, flaca, armada de guadaña y aterrándonos al mirarnos sus ausentes ojos. Que en su viaje no vamos dando tumbos en proceloso mar.  
Nos convence el autor de que morir es perder la angustiosa memoria del ser, entrando al paraíso de las cosas sin vida, al divino olvido.  

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