Cierto, ciertísimo es que esa gran imaginación de la que parten las convicciones de la inteligencia humana, capaz de fijar al dios "Sol" como origen del misterioso "Todo", nos implica indisolublemente en unos criterios de existencia realmente ciertos. Estas ambiciosas explicaciones, sin embargo, nos reducen a un diseño que, hasta donde alcanzamos a inteligirnos materialmente y razonablemente, nos inclina de modo permanente y constante hacia el encuentro de un estado de existencia que busca siempre alcanzar ese estado que en la cultura oriental se conoce y nombra como "Nirvana", expresión de felicidad perfecta, total y eterna. Mientras tanto, en la historia cultural occidental moderna, suele traducirse como "Eterna Salvación Divina".
El hombre, pretendido de ser recipiente del más avanzado proyecto natural de ser inteligente, socialmente perfeccionado constantemente, ilimitadamente, colectiva y universalmente, se encuentra en una búsqueda constante. Religiones, guerras, proyectos sociales y filosóficos se encaminan todos, sin excepción, a competir entre sus afanes por alcanzar las distintas versiones de ese placer por el perfeccionismo sin medidas, sin límites, humanamente socializado. Llegar a ser y superar al gran Dios del conocimiento, del dominio sobre lo espiritual, sobre la materia, sobre el conjunto social humano, alcanzando el dominio de lo perfecto.
Esa historia de relatos entregados a adorar la autoridad y poder absolutos, extendidos a la omnisciencia y la corrección ambicionada e imaginada, son representadas por la condición de belleza ilimitada, de la aspiración propuesta como inconmensurabilidad de lo divino, del diosismo absoluto, sentido del perfeccionismo humano propuesto como proyecto de ilimitado final. Dios es el signo alegórico del absolutismo perfeccionista imaginado.
El hombre no puede existir sin dioses, pero, sobre todo, hoy no es racionalmente imaginable que se conforme sin proyectar esa meta afanada en superar lo inalcanzable. Superar a "Ra", superar al Super-hombre, superar al poderoso Dios de Abraham, superar las aspiraciones morales de Confucio, superar la equidad social de Marx y Engels, superar lo bueno del bien del Mesías Hombre-Dios, sería la única medida concebible.
Todas las guerras, sus metas, sus afanes, su biología obligada siempre por los inconvenientes materiales que implican la necesidad de reponer alimentos, cuerpo y espíritu, hambre de materia, urgencias insuperables que humillan así todas las noblezas de todas las batallas más gloriosas, demandan la reposición de fuerzas, las necesidades de salud, de alimentos, de materia. Allí se detienen las noblezas, saltan y gritan las urgencias de materias.
Llegan los finales del juego moral, es necesario rendir cultos a los principios de las urgencias mecánicas de la biología, de las reposiciones materiales. Entonces, esas urgencias dictan la cultura de la fe, los reclamos históricos de las calidades de la materia cuantificada, lo físico, lo biológico, lo indescriptible, lo impreciso.
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