En honor a la verdad, monda y lironda, la metafísica —o seudo-física, según quién la juzgue— se aplica a los fenómenos que no complacen convincentemente la percepción de los sentidos humanos naturales. A lo que solemos llamar “metafísico” o “fenómenos metafísicos” ha dado origen a esa disciplina que, en términos epistemológicos muy distinguidos, suele adoptar innumerables apelativos. Todos ellos, sin embargo, coinciden en un concepto básico: no se comprenden desde el punto de vista de los sentidos humanos.
La metafísica acoge prácticas como la ouija, la adivinación, la santería, la astrología, la quiromancia, entre otras. Esta sensibilidad ha alcanzado incluso a hombres de ciencia —recuérdese el caso de Wolfgang Pauli y Carl Jung—, así como a los rosacruces y masones. Miles de vagabundos, incluso del propio papado vaticano, han revelado conductas charlatanas, aunque otros han asumido con solemnidad sus inciertos.
Si bien es cierto que la ciencia obedece a una corriente materialista que rinde culto a una línea de acción determinista, esta ha sido adoptada por el ser humano como convicción ética, razonable y obediente, que rige en gran medida el pensamiento moderno. La metafísica, en cambio, permanece rezagada como un caso raro, penetrando únicamente como duda. No obstante, la absolutez de la verdad —física o metafísica— como los colores de la naturaleza, no es desechable.
Las verdades religiosas caben dentro de métodos no explorados, tan abundantes como potencialmente infinitos. Los religiosos del método científico podrían, igualmente, estar descubriendo que la química y la materia tienen otras formas.
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