Las creencias, según se establece en los diccionarios, son afirmaciones aceptadas por los creyentes, aun cuando sus fundamentos teóricos no se basan en evidencias verificables que merezcan credibilidad incuestionable. Aunque se asocian principalmente con las tradiciones religiosas, muchas creencias aparentan tal obviedad que terminamos aceptándolas sin cuestionarlas, cuando en realidad no son más que construcciones ilusorias.
Creer en milagros, ángeles, abducciones o reavivamientos puede parecer inaceptable desde una perspectiva racional. Sin embargo, lo paradójico es que incluso el método científico —al que solemos adherir casi religiosamente como si fuera una regla divina— incluye en su esencia la duda como principio rector. Este método posee una capacidad casi genética de revalidar sus hazañas, lo que lo convierte en una herramienta de credibilidad casi sagrada. No obstante, su mirada racional a menudo se muestra incapaz de responder ciertas preguntas espirituales incómodas, especialmente aquellas que desafían la correspondencia con lo material.
Existen incongruencias que nos enfrentan a incomodidades profundas, las mismas que incluso grandes maestros han reconocido como irresolubles, incluso minutos antes de su muerte. El método científico, consagrado por Descartes, fue interpretado por Karl Marx como un instrumento religioso y materialmente incuestionable. A pesar de ello, sus declaraciones en favor del campesinado y la clase obrera judía lo condujeron a defender ese mismo proletariado que tanto admiró, aun frente a sus críticas a los dogmas religiosos, que deseaba apartar para protegerlo.
Resulta irónico que muchos protestantes pentecostales sigan a Martín Lutero —verdugo del campesinado judío— influenciados por la propaganda anticatólica. Tal contradicción sugiere que, al menos simbólicamente, pentecostales y judíos deberían desayunar por separado.
 
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