Martín Lutero legó al campesinado europeo —constituido en gran medida por comunidades judías— su carácter de obreros marginalizados, ubicados en la base de la pirámide socioeconómica. Al negar el cristianismo imperial, que respaldaba un Estado represivo contra los judíos, muchos de estos grupos mantuvieron distancia de dicha fe.
Sin embargo, Lutero organizó una feroz represión que culminó en la muerte de aproximadamente cincuenta mil judíos. Los calificó como "cerdos", los acusó de ladrones, criminales, bandidos, terroristas, entre otros términos que deshumanizaban su existencia. Las luchas contrarias a la jerarquía católica condujeron a diversos fraccionamientos religiosos, permitiendo el surgimiento de nuevas configuraciones patrimoniales dentro del espectro espiritual. Estas nuevas acepciones ofrecieron a los seguidores de Lutero herramientas doctrinales para confrontar las compulsiones económicas, las indulgencias papales y la oscuridad social que envolvía a Europa.
Mediante cientos de cartas y astutos acuerdos económicos con el imperio, Lutero supo extraer ventajas políticas en medio de la demagogia materialista, el conflicto burgués y la proliferación de sectas emergentes. Se convirtió en un maestro de la exégesis bíblica y en el arquitecto de nuevas teorías teológicas que resultaban convincentes y fáciles de asimilar para una población ansiosa de transformación.
De disidente sectario, Lutero pasó a ser líder de una protesta masiva contra la Iglesia Católica, impulsada especialmente por su crítica radical a la venta de indulgencias. Estas denuncias, aunque en principio religiosas, terminaron reforzando una represión brutal —mediática, política y física— contra las manifestaciones del campesinado judío.
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