Aceptar que el destino de la Tierra podría ser similar al de otros planetas —Marte, por ejemplo— resulta francamente macabro. Nada de paraísos terrenales, arroyuelos frescos, ni muchachas por doquier. Sin embargo, objetivamente, fuera de las ofertas divinas, las probabilidades anuncian destinos finales muy parecidos a los de los demás planetas, o al menos de los llamados exoplanetas, que suelen referirse a mundos capaces de albergar, de algún modo, la vida animal tal como la acepta nuestra imaginación común.
Si asumimos como realidad el futuro previsible según la inteligencia humana estándar, nada augura un destino distinto de la "martización" o conversión del planeta en un yermo marciano. Quizá podamos encontrar alguna explicación más laxa, más cómoda y ajustada a nuestra imaginación poética colectiva —filosófica, metafísica o espiritual—, pero en términos geológicos, hasta donde alcanza el conocimiento actual, todo apunta en la dirección previamente expuesta. Independientemente de cuántas teorías místicas, filosóficas o científicas puedan concebirse —científicos, visionarios, teóricos, ángeles bíblicos, intenciones bienintencionadas, oraciones— podrán inquietarnos o no... pero la verdad, hasta donde se conoce hoy, apunta únicamente en ese sentido, hacia esa única dirección.
 
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