No comprendo del todo la razón por la que Quilvio Vázquez se ha obsesionado con presentar a un Jesús de Galilea como figura histórica real, cuando las evidencias más rigurosas apuntan a que dicho personaje, al menos tal como lo describen los relatos tradicionales, nunca existió. Para los enfoques sociológicos más intelectualmente sólidos, este no es un problema de verdad histórica verificable, sino una creencia supersticiosa que hemos adoptado como mitología compartida. Nos inscribimos en ella con convicciones místicas, acaso porque no contamos con referentes más concretos.
Sin embargo, personas como Quilvio Vázquez, que asumen posturas militantes, logran convencerse a sí mismas de tales creencias al punto de integrarlas en su praxis intelectual, social y espiritual: oran, predican, debaten y viven con la certeza de que esas convicciones les pertenecen con una intensidad casi religiosa, aun cuando exponen sus propias creencias contra los dictados de sus propios nervios.
A Quilvio se le ha metido en la cabeza que Jesús de Galilea fue una realidad tangible, como se le mete el mal de ojo a cualquier crédulo de milagros. Escribe, polemiza, conversa, y según parece, ora convencido de que aquel Jesús fue un hombre de carne y hueso que existió, profetizó, resucitó y fue hijo de Dios, tal como nos lo enseñaron desde las escuelas confesionales.
Entiendo que él —Quilvio Vázquez— predique, escriba y fabrique historias como quien recrea mitos o canta y baila sus ficciones, pero no comprendo que adopte esa creencia como convicción personal, al estilo de predicadores judíos, pentecostales o musulmanes que hacen de tales relatos una profesión lucrativa. Y hasta donde tengo entendido, Quilvio no se presta a ese tipo de servidumbre.
 
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