Julio Ramírez Cada uno de los recursos competitivos especializados y adoptados por cada ser humano que entra a formar sociedad con sus congéneres alcanza una explicación lógica, racional, sencilla: la sobrevivencia, la superación, la esperanza de divinización o perfeccionamiento. Esas variables conduce a cada ser humano a luchar por ganar poder sobre los demás, sobre el medio, sobre la naturaleza. Las predicaciones religiosas, políticas, comerciales y hasta las exhibiciones superiores del conocimiento, resultan expresiones de lucha por mostral la primacia de poder. La pastora se luce exhibiendo, primero, su poder de influir en el pensamiento y la esperanza de cada ser que muestra su costado emocional más débil siguiéndola y sometiéndose a sus instrucciones y consejerías. Segundo: aprovechando ese poder para recolectar, a través de los aportes materiales, tangibles o intangibles, la cuota de poder fáctico, de hecho y derecho, que funda en ese respeto que le deparan sus sometidos y, tercero, pasa a verse, ella misma como ser superior acercado a la divininización que propicia ese poder conquistado y ejercido sobre los demás. Se siente complacida, crecida, divinizada como ocurre con cualquier caso de superación social. Es ese derroche de sensaciones múltiples fundadas en moléculas químicas de actividad biológica, reconocidas como enzimas neurotransmisoras que provocan esas interpretaciones cerebrales las que mueven esas actitudes humanas como parte de su biología natural. (Me le zafé a Don Braulio Rodríguez). En honor a la verdad, la pastora, a través de sus cuentos y su cultivado discurso gestual, histriónico y literal, solo cumple su rol biológico, actuando, simulando como cualquier fiera que se lanza sobre su presa debilitada.
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