El primitivismo aposentado en las cavernas habitadas por los humanos de hace cien siglos, permanece inserto, como lo disponen las leyes dictadas por la Divina Madre Naturaleza, en las estructuras mejor afirmadas de nuestra conducción genética. Inclinaciones como la delimitación de territorios vitales, los camuflajes defensivos, las exhibiciones, artificiales o reales, de superioridad que nos induce a elevar la voz y el pecho, las fantasías cosméticas, pero, sobre todo, los instintos de destrucción de los competidores naturales, asimilados como amenazas contra nuestra propia identidad, nos conmina a la guerra sin más reparo que el de evitar la invasión posible de nuestro entorno. Ese primitivismo, competitivo, guerrero y destructivo, visto desde los miradores propios de la evolución antropológica, resultan racionalmente muy valiosos y sanos. Así pues, resulta muy comprensible que los "macho de hombres", dotados de las fuerzas de la inteligencia biológica, física y mental superior, acudan a destruir toda fuente de respiro que pueda lucir como un estorbo al cultivo y desarrollo de sus instintos naturales. La propia evolución nos ha conducido hasta los estadios de la civilización que tiende a adoptar métodos cada vez menos onerosos, menos violentos, menos riesgosos, para inducir el desprecio a conductas dadas a romper con el ordenamiento racionalizado a través del afinamiento evlutivo. Los consensuados bajo el mandato social y político reconocido hoy como el Metodo Singapur, este que aboga por el exterminio físico y biológico de cualquier disidencia con el Estado de las Cosas concebidas por el pensamiento popular menos evolucionado, cumplen sus más prístinas respuesta a los restos ancestrales de la evolución social del hombre. Su respuesta biológica es compatible y condescendiente con su historial genético, competitivo, destructivo e imponente de sus fuerzas y su inteligencia que sigue esa original línea de valores. Yo no alcanzo a ser tan hormonalmente macho competidor, destructor e imponente.
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